martes, 28 de mayo de 2019

El hilo

Cuando la niña nació no tenía ni idea del futuro que se le venía encima. En el momento en el que dio su primer alarido no sabía que ese sería el único momento en el que su madre la escucharía. Su madre, mujer a la que nunca conocería, habría de ser una mujer de bajos recursos preñada por Dios sabe quién, que se había visto en la obligación de dejar a una niña recién nacida en manos del primer voluntario. Por ese entonces las únicas que se podrían haber hecho cargo de ella habían sido las monjas, ay benditas monjas, que se encargaban de los niños que habían llegado sin ser pedidos.
Las hermanas hacían lo que podían con los pequeños bastardos: les daban de comer un par de veces al día y les enseñaban la buena palabra de Dios, en un intento, si no de llevarles por el buen camino, al menos de poder enseñarles que la única razón por la que estaban aquí era porque sus padres no lo habían hecho.
Esta niña crecería sin más peso en su estómago que unos cuantos mendrugos de pan al día y unos tantos de leche. Pero ella no se podía quejar, ¡vaya que sino que podía quejar!, a ella le habían dado algo que a sus demás compañeros varones no: una vagina. Una que podía explotar a su gusto y tanto como quisiera. Fue por este motivo y no por cualquier otro, que cuando la naturaleza acompañó y la redondez empezó a azotar sus caderas y sus pechos, y la sangre bañó su ropa interior ella decidió sacarle partido. No tardó en comprender, a juzgar por los comentarios de sus compañeros acerca de su físico, que ella había sido bendecida con una apariencia agradable. Bien se lo había demostrado ese compañero al que un día pilló con una mano en los pantalones, o el cocinero que intentó disuadirla para que posase la boca en su miembro por una taza extra de leche. Pero lo que le enseñó de verdad fue cuando aceptó la propuesta: el encuentro se dio de forma rápida y nada agradable, el hombre, entrado en años y con el vello corporal salpicado de canas, respiraba de forma errática y fuerte, intentando que aquella niña a la que le acababa de cumplir los doce años no abandonase su tarea. De repente, sin que la desgraciada tuviese tiempo de asimilar lo que estaba pasando, escuchó al hombre sacudirse de forma violenta y vio cómo se derramaba un fluido viscoso y blancuzco que nunca había visto. La niña se asustó, creía que el hombre le estaba dando un ataque por la impresión. Ella no quería eso, si el hombre se moría no tendría su tazón de leche. De pronto, el hombre le ofreció una gran sonrisa de dientes negros y podridos, le dio unas palmaditas de forma casi paternal en la cabeza, y le ofreció su tazón. Con la barriga llena y la moral vacía de lo que aquél acto había supuesto, no había espacio para la vergüenza y el asco que pugnaban por salir.
Así fue como unos cuantos años más tarde la niña había aprendido a apuntar a objetivos más altos que un vulgar cocinero de orfanato, que además de llenarle la barriga de leche, lo hicieran de los más exquisitos manjares; que su joyero estuviese repleto de piezas de elevado valor y que su vestidor, repleto de vestidos pomposos y extravagantes. Esa era la juventud que la mujer llevaba: de brazo en brazo como una meretriz de alto costo y de excelentes servicios. El primer pez gordo que pescó fue uno de los hombres que daban donativos al orfanato, las intenciones de este tipo de hombres iba más allá del simple altruismo, era parte del paripé que debían de mantener las figuras que pertenecían a la clase alta, además de una imagen feroz y salvaje que debían de ofrecer en la reuniones sociales, también debían de dar una abnegada y cristiana.
El señor en cuestión debía de rondar la cuarentena, probablemente tenía una bella esposa esperándolo en casa y quizás un par de querubines ansiosos de que su padre fuese requerido por Dios para poder heredar la fortuna familiar. Sin embargo, si este era el caso, nunca sería uno de los temas que abordarían durante sus cortas conversaciones. La primera vez que lo vio estaba en la entrada del orfanato, hablando con una de las hermanas, mantenían una conversación distendida. Fue en ese momento en el que el hombre se giró, clavó una mirada ojerosa en la suya y le susurró algo al oído de la monja. Unos más tarde se me requeriría en una posada cercana.
Y así fue como comenzó: fue paseando de brazo en brazo hasta alcanzar la merecida fama de furcia. Se acostumbró a la sensación de ser utilizada y consiguió que su cerebro relacionara la vergüenza y el dolor que a veces sentía durante los encuentros sexuales a la excitación sexual. Poco importaba la moral y la autocompasión cuando el hambre atacaba, comiéndote las entrañas y ocultando cualquier otro tipo de sensación, más que el dolor punzante de estar hambriento.
A los veinticuatro años le salió su primera caries, no es que en esa época que llevase en exceso la higiene dental, pero cuando a los veintiséis le informaron que una de las muelas debía de ser extraída, entró en pánico. Siempre había tenido una sonrisa de porcelana, bonita, recta, los hombres de desvivían una de sus sonrisas. Pero no le daría demasiada importancia, ¿qué era un diente menos?
No sería hasta que le extrajeran su cuarta muela que empezaría a darle importancia. Con la falta de dientes había llegado también una falta de clientes, y con ello había mermado de forma considerable la riqueza que había conseguido amasar hasta el momento. Consiguió reponerse y para cuando contaba con cuarenta años ya había aceptado que tendría que empezar a conformarse con hombres de peor calidad. Ya no podía aspirar a ser la yegua hermosa de cabellos rubios por los que los hombres apostaban una cantidad pasmosa de dinero. Ahora tendría que empezar a jugar en categorías más bajas, exigir precios más bajos, como ya lo hacía antaño. De esta forma, reduciendo más y más su valor a cada año que pasaba, y viendo cómo sus dientes su venían cada vez más manchados y escasos, consiguió a un hombre que la quisiera como amante. Era un bandido, un hombre de mala vida que gastaba el dinero de forma rápida y de mala manera. Era ruin, hubiese podido vender a su madre por unas cuantas pesetas y no le pesaría en la conciencia. Lo único bueno era que le mantenía la barriga llena y en el dormitorio se mostraba compasivo y cariñoso. Era capaz de cepillar su cabello y sus dientes, teniendo cuidado de no desprenderlos de las encías pobres y débiles.
En el fondo era bueno, ella sabía que sí, ¿cómo sino sería capaz de tratarla con tanto mimo y esmero, a pesar de no valer apenas nada? El hombre no era nada atractivo, era sudoroso, su cabello, el poco que tenía, cano; y su barriga era de un tamaño preocupante, apenas cuando se encontraban en el dormitorio era capaz de encontrarle el miembro. Pero, aun así, él era capaz de cepillarle el cabello todas las noches y de darle de comer, todavía cuando ella ya no toleraba más que un tazón de leche antes de dormir.
Ya nada quedaba de la joven hermosa de joyas al cuello y vestidos preciosos que asistía a la mayoría de reuniones sociales, se había tenido que desprender de tales lujos en un intento de mantener una vida diga. Apenas le quedaban un par de vestidos apolillados que guardaba como recuerdo de sus días de dicha y esplendor. Todavía se los probaba, aun cuando el color se veía apagado y los bajos, raídos por el tiempo.
Ese día estaba con su dueño, su bandido. Había generado un tipo de dependencia enfermiza que la hacía ciega a las señales que le marcaban que nada iba bien en esa cabeza, en la de él, ni en la suya propia. Él se encontraba cepillando su cabello canoso, aunque suave y delicado como lo solía ser antaño; deslizó unas cuantas veces el cepillo por el cabello hasta que se encontró desenredado y suelto, y lo trenzó, dejando el cabello recogido en su espalda. Ella se giró, con una sonrisa de dientes negros y podridos y él se la devolvió.
Entonces el hombre se percató de una cosa: había un pequeño hilo asomado en sus dientes. Parecía un hilo viejo y sucio que se encontraba entre los incisivos de la vieja. Con mucho cuidado cogió el cepillo de dientes e intentó, en vano, quitarle el hilo. El hombre, frustrado, desistió en su tarea y, con una mirada de disculpa, la instó a abrir más la boca. Siguió rascando hasta que, comprendiendo que era inútil, dejó el cepillo de dientes encima de la mesita de noche, e intentó tirar del maldito hilo. La mujer gritó de dolor y él le lanzó una mirada que la animaba a confiar en él. Siguió tirando y torciendo el hilo, intentando sacarlo, mientras que la mandíbula de la mujer se abría cada vez más y más. Entonces fue cuando el hombre, que hasta ese entonces solo quería sacar el hilo, encontró algo dentro de su boca. No se sabe qué era, pero él siguió tirando, tanto, que haciendo caso omiso a las súplicas y los gritos de dolor de la mujer, le desencajó la mandíbula. No fue hasta que la mujer vio en sus ojos la locura y escuchó cómo su cráneo cedía que ella comprendió que ese sería su final.  

jueves, 15 de septiembre de 2016

Cuerpos vestidos, cabezas desnudas

Como motivo de nuestras preciosas fiestas patronales, ya afortunadamente pasadas, me he animado a escribir esta entrada. Como cada año nuestro querido pueblo se viste de gala y luce sus más espléndidas bombillas y también hace lucir a sus más bellas damas.

Porque sí, ese es el motivo de esta entrada, nuestras queridas damas y reinas: adolescentes la cuales rondan los 16 años que, lejos de presumir un esplendoroso intelecto, prefieren enseñar algo tan banal y etéreo como la belleza.  Muchachas que, como peleles, sólo sirven para resaltar la belleza ceheginera, haciendo así ver los maravillosos estereotipos que tenemos en este siglo cero.

Me parece triste como escupen en las tumbas de todas aquellas personas que murieron en pro del feminismo, mujeres y hombres que perdieron la vida porque las mujeres ahora pudiéramos tener más utilidad que cualquier elemento decorativo, y que se nos permitiese ser algo más que un bolso que nuestros maridos tenían colgado del brazo, así que, me parece irónico, cuanto menos, que la Asociación de Mujeres Progresistas formaran parte de la votación, ya que la celebración de este tipo de eventos me parecen de todo menos progresista.

Volviendo al tema de sus cabezas vacías, en ningún momento hacen referencia a los éxitos académicos que las chicas poseen, así como tampoco les preguntan sobre qué obras literarias han llenan su vida o si hay algún cuadro que las haga conmoverse, ya que estas señoritas sólo saben asentir con la cabeza y lucir sus vaporosos vestidos.

Pero esto no es culpa de las chicas, para nada, ya que ellas sólo se ven atraídas por el brillo que desprenden nuestras maravillosas bombillas.



viernes, 17 de julio de 2015

Pasos

 



Con hojas en blanco como camino y mis pies como tinta negra que éstan manchan relatando la vida que he llevado:

Con un cielo estrellado que cubre mi cabeza plagado de ojos mirones.

Y con unos senderos sangrientos que cubren mi piel en éste momento, relatando mi sufrimiento como si de un texto transcripto al sistema braille para ciegos se tratase.

Con el odio y el rencor como bandera y la decepción y el amargo pensamiento como única vestimenta.

Con los sueños como meta y la vida como trayecto.

Con canciones tristes sonando en mis oídos y el sentimiento que las acompaña como única emoción latente.