Cuando la niña nació no tenía ni
idea del futuro que se le venía encima. En el momento en el que dio su primer
alarido no sabía que ese sería el único momento en el que su madre la
escucharía. Su madre, mujer a la que nunca conocería, habría de ser una mujer
de bajos recursos preñada por Dios sabe quién, que se había visto en la
obligación de dejar a una niña recién nacida en manos del primer voluntario.
Por ese entonces las únicas que se podrían haber hecho cargo de ella habían
sido las monjas, ay benditas monjas, que se encargaban de los niños que habían
llegado sin ser pedidos.
Las hermanas hacían lo que podían
con los pequeños bastardos: les daban de comer un par de veces al día y les
enseñaban la buena palabra de Dios, en un intento, si no de llevarles por el
buen camino, al menos de poder enseñarles que la única razón por la que estaban
aquí era porque sus padres no lo habían hecho.
Esta niña crecería sin más peso
en su estómago que unos cuantos mendrugos de pan al día y unos tantos de leche.
Pero ella no se podía quejar, ¡vaya que sino que podía quejar!, a ella le
habían dado algo que a sus demás compañeros varones no: una vagina. Una que
podía explotar a su gusto y tanto como quisiera. Fue por este motivo y no por
cualquier otro, que cuando la naturaleza acompañó y la redondez empezó a azotar
sus caderas y sus pechos, y la sangre bañó su ropa interior ella decidió
sacarle partido. No tardó en comprender, a juzgar por los comentarios de sus
compañeros acerca de su físico, que ella había sido bendecida con una
apariencia agradable. Bien se lo había demostrado ese compañero al que un día
pilló con una mano en los pantalones, o el cocinero que intentó disuadirla para
que posase la boca en su miembro por una taza extra de leche. Pero lo que le
enseñó de verdad fue cuando aceptó la propuesta: el encuentro se dio de forma
rápida y nada agradable, el hombre, entrado en años y con el vello corporal
salpicado de canas, respiraba de forma errática y fuerte, intentando que
aquella niña a la que le acababa de cumplir los doce años no abandonase su
tarea. De repente, sin que la desgraciada tuviese tiempo de asimilar lo que
estaba pasando, escuchó al hombre sacudirse de forma violenta y vio cómo se
derramaba un fluido viscoso y blancuzco que nunca había visto. La niña se
asustó, creía que el hombre le estaba dando un ataque por la impresión. Ella no
quería eso, si el hombre se moría no tendría su tazón de leche. De pronto, el
hombre le ofreció una gran sonrisa de dientes negros y podridos, le dio unas
palmaditas de forma casi paternal en la cabeza, y le ofreció su tazón. Con la
barriga llena y la moral vacía de lo que aquél acto había supuesto, no había
espacio para la vergüenza y el asco que pugnaban por salir.
Así fue como unos cuantos años
más tarde la niña había aprendido a apuntar a objetivos más altos que un vulgar
cocinero de orfanato, que además de llenarle la barriga de leche, lo hicieran
de los más exquisitos manjares; que su joyero estuviese repleto de piezas de
elevado valor y que su vestidor, repleto de vestidos pomposos y extravagantes.
Esa era la juventud que la mujer llevaba: de brazo en brazo como una meretriz
de alto costo y de excelentes servicios. El primer pez gordo que pescó fue uno
de los hombres que daban donativos al orfanato, las intenciones de este tipo de
hombres iba más allá del simple altruismo, era parte del paripé que debían de
mantener las figuras que pertenecían a la clase alta, además de una imagen
feroz y salvaje que debían de ofrecer en la reuniones sociales, también debían
de dar una abnegada y cristiana.
El señor en cuestión debía de
rondar la cuarentena, probablemente tenía una bella esposa esperándolo en casa
y quizás un par de querubines ansiosos de que su padre fuese requerido por Dios
para poder heredar la fortuna familiar. Sin embargo, si este era el caso, nunca
sería uno de los temas que abordarían durante sus cortas conversaciones. La
primera vez que lo vio estaba en la entrada del orfanato, hablando con una de
las hermanas, mantenían una conversación distendida. Fue en ese momento en el
que el hombre se giró, clavó una mirada ojerosa en la suya y le susurró algo al
oído de la monja. Unos más tarde se me requeriría en una posada cercana.
Y así fue como comenzó: fue
paseando de brazo en brazo hasta alcanzar la merecida fama de furcia. Se
acostumbró a la sensación de ser utilizada y consiguió que su cerebro
relacionara la vergüenza y el dolor que a veces sentía durante los encuentros
sexuales a la excitación sexual. Poco importaba la moral y la autocompasión
cuando el hambre atacaba, comiéndote las entrañas y ocultando cualquier otro
tipo de sensación, más que el dolor punzante de estar hambriento.
A los veinticuatro años le salió
su primera caries, no es que en esa época que llevase en exceso la higiene
dental, pero cuando a los veintiséis le informaron que una de las muelas debía
de ser extraída, entró en pánico. Siempre había tenido una sonrisa de porcelana,
bonita, recta, los hombres de desvivían una de sus sonrisas. Pero no le daría
demasiada importancia, ¿qué era un diente menos?
No sería hasta que le extrajeran
su cuarta muela que empezaría a darle importancia. Con la falta de dientes
había llegado también una falta de clientes, y con ello había mermado de forma
considerable la riqueza que había conseguido amasar hasta el momento. Consiguió
reponerse y para cuando contaba con cuarenta años ya había aceptado que tendría
que empezar a conformarse con hombres de peor calidad. Ya no podía aspirar a
ser la yegua hermosa de cabellos rubios por los que los hombres apostaban una
cantidad pasmosa de dinero. Ahora tendría que empezar a jugar en categorías más
bajas, exigir precios más bajos, como ya lo hacía antaño. De esta forma,
reduciendo más y más su valor a cada año que pasaba, y viendo cómo sus dientes
su venían cada vez más manchados y escasos, consiguió a un hombre que la
quisiera como amante. Era un bandido, un hombre de mala vida que gastaba el
dinero de forma rápida y de mala manera. Era ruin, hubiese podido vender a su
madre por unas cuantas pesetas y no le pesaría en la conciencia. Lo único bueno
era que le mantenía la barriga llena y en el dormitorio se mostraba compasivo y
cariñoso. Era capaz de cepillar su cabello y sus dientes, teniendo cuidado de
no desprenderlos de las encías pobres y débiles.
En el fondo era bueno, ella sabía
que sí, ¿cómo sino sería capaz de tratarla con tanto mimo y esmero, a pesar de
no valer apenas nada? El hombre no era nada atractivo, era sudoroso, su
cabello, el poco que tenía, cano; y su barriga era de un tamaño preocupante,
apenas cuando se encontraban en el dormitorio era capaz de encontrarle el
miembro. Pero, aun así, él era capaz de cepillarle el cabello todas las noches
y de darle de comer, todavía cuando ella ya no toleraba más que un tazón de
leche antes de dormir.
Ya nada quedaba de la joven
hermosa de joyas al cuello y vestidos preciosos que asistía a la mayoría de
reuniones sociales, se había tenido que desprender de tales lujos en un intento
de mantener una vida diga. Apenas le quedaban un par de vestidos apolillados
que guardaba como recuerdo de sus días de dicha y esplendor. Todavía se los
probaba, aun cuando el color se veía apagado y los bajos, raídos por el tiempo.
Ese día estaba con su dueño, su
bandido. Había generado un tipo de dependencia enfermiza que la hacía ciega a
las señales que le marcaban que nada iba bien en esa cabeza, en la de él, ni en
la suya propia. Él se encontraba cepillando su cabello canoso, aunque suave y
delicado como lo solía ser antaño; deslizó unas cuantas veces el cepillo por el
cabello hasta que se encontró desenredado y suelto, y lo trenzó, dejando el
cabello recogido en su espalda. Ella se giró, con una sonrisa de dientes negros
y podridos y él se la devolvió.
Entonces el hombre se percató de una cosa: había un
pequeño hilo asomado en sus dientes. Parecía un hilo viejo y sucio que se
encontraba entre los incisivos de la vieja. Con mucho cuidado cogió el cepillo
de dientes e intentó, en vano, quitarle el hilo. El hombre, frustrado, desistió
en su tarea y, con una mirada de disculpa, la instó a abrir más la boca. Siguió
rascando hasta que, comprendiendo que era inútil, dejó el cepillo de dientes
encima de la mesita de noche, e intentó tirar del maldito hilo. La mujer gritó
de dolor y él le lanzó una mirada que la animaba a confiar en él. Siguió
tirando y torciendo el hilo, intentando sacarlo, mientras que la mandíbula de
la mujer se abría cada vez más y más. Entonces fue cuando el hombre, que hasta
ese entonces solo quería sacar el hilo, encontró algo dentro de su boca. No se
sabe qué era, pero él siguió tirando, tanto, que haciendo caso omiso a las
súplicas y los gritos de dolor de la mujer, le desencajó la mandíbula. No fue
hasta que la mujer vio en sus ojos la locura y escuchó cómo su cráneo cedía que
ella comprendió que ese sería su final.